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La separación de poderes o división de poderes es un mecanismo de naturaleza constitucional destinado a impedir la aglutinación del poder, así como a garantizar la libertad de los ciudadanos, que opera asignando las tres principales funciones políticas (gobernar, legislar, juzgar) a otros tantos titulares distintos, los cuales han de estar convenientemente separados y fiscalizarse mutuamente. En palabras de Montesquieu, con esto se pretende que «el poder frene al poder».
Se puede situar el nacimiento formal de este mecanismo en el siglo XVII, momento ese a partir del cual la separación de poderes comienza a ser recogida en los textos constitucionales de ciertos países occidentales y cuando pasa a considerarse, progresivamente, como un trazo inherente a la concepción de constitución. No en vano, el artículo decimosexto de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 recuerda que «toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución».[1] Concretamente, es en el Instrumento de Gobierno de Cromwell donde se incorpora por vez primera una frágil separación de poderes, aunque a este texto siguen las constituciones coloniales británicas en Norteamérica y la Constitución de los Estados Unidos de 1787, en la que se aprecia la existencia de tres poderes en los tres primeros artículos. Pero la gran expansión de este mecanismo no se produjo hasta el la Revolución francesa, siendo a partir de este momento cuando se pasa a valorar a la separación de poderes un dogma constitucional. De hecho, la Constitución española de 1812 se hace eco de lo propugnado por el país vecino recogiendo en los artículos decimoquinto, decimosexto y decimoséptimo. El tiempo ha pasado pero la inviolabilidad y vigencia de la separación de poderes todavía permanece, pues el principio sigue estando presente en las más modernas constituciones promulgadas.
Entendiéndose en sentido estricto, la expresión «división de poderes» puede inducir al equívoco al hacerse referencia con ella a algo imposible de llevarse a cabo como es la división del poder, premisa ésta corroborada por pensadores como Hobbes o Bodino a propósito de la soberanía. Sin embargo, John Locke, considerado el padre de esta teoría, no trató de dividir el poder literalmente, sino que procuró que fuesen las funciones las que resultasen separadas y atribuidas a diversos órganos. Siguiendo este criterio se puede casar la teoría de la separación de poderes con teoría de la unidad de poder de una comunidad política aunque ninguno de sus órganos, de un modo individual, pueda disponer de todo ese poder. Precisamente por esto sería tanto más apropiado como real el empleo de la expresión «separación de poderes» en lugar de «división de poderes».
Con todo ello, a lo largo de la historia ha sido posible observar el desequilibrio que se da entre los tres poderes, pues no todos cuentan con las mismas posibilidades de frenar o imponerse el uno al otro. Pero no debe verse esta situación como una degeneración o error en el funcionamiento del mecanismo, pues los mismos creadores de la teoría concibieron unos poderes con un peso específico desigual: así para Locke la supremacía correspondía al legislativo, mientras que Montesquieu no consideraba al judicial como un poder igual a los dos restantes, es decir, no lo consideraba un verdadero poder. Ciñéndonos a la práctica histórica, puede sentenciarse que los poderes que más prepotentes se han mostrado han sido el legislativo (su superioridad fue evidente en Inglaterra hasta el siglo XIX o en Francia durante el desarrollo de la III República) y el ejecutivo (probablemente, el más influyente actualmente en la mayor parte de estados del mundo). Por su parte, el poder judicial ha destacado por su capacidad para refrenar a los otros dos, siempre que se den una serie de condiciones como son que ninguno de los otros dos poderes esté desbocado y que existan un estricto respeto al Derecho y a los jueces.